LIGA 11: Ricardo Carvalho + Joana Vilhena Arquitectos (Portugal). Un cuarto para la Ciudad de México
Fotografía: Luis Gallardo
Entrar al exterior es una forma de abandono, de suspensión y olvido. Salir al interior es una ironía; aunque imposible en apariencia, nada se deja ni se extraña cuando se transita de un lado al otro. La arquitectura, desde que tiene uso de razón, se ha pensado desde adentro. Vitruvio, Alberti, Serlio, Palladio, Laugier, Durand y cada evangélico tratado ha intentado explicar la arquitectura como el incansable esfuerzo del hombre por abandonar la naturaleza, por salir de la intemperie. Las historias nos llegan como la literatura que son, medio documentales y medio fantásticas; la casa ha sido inventada como un refugio, como un lugar que cancela provisoriamente la naturaleza. Los pisos, muros y techos no sólo cancelan los árboles y pastizales con sus insectos y animales, sino también el sol, el viento, la temperatura y la lluvia. Por eso los techos de las casas tendrían el punto más alto en el preciso punto medio, así nos cuentan los relatos oficiales, así nos confirman sus mitos. Porque es una manera de sacar el agua sin problemas, de dejarla caer naturalmente hacia afuera, lejos de la arquitectura. El agua cae en vertical y sigue un curso gravitacional e ininterrumpido hasta el terreno natural, que luego es absorbido o canalizado en unos cursos que siguen su topografía. La lógica humana de dominación es muy sencilla, o al menos su ilusión de suplantar las leyes naturales con otras leyes inventadas; el artilugio arquitectónico es aquel que resuelve un problema inexistente. De aquí que el techo a dos aguas ocupe una posición limítrofe entre ingenuidad y razón. Por un lado, porque es la expresión lógica de un movimiento, casi una descripción literal de sus vectores. Por el otro, porque es un recurso reactivo ante la necesidad pragmática pero primordial de reducir a la mitad el ancho de una planta. El mecanismo es un supuesto modelo de resistencia. Luego el interior de una casa típica, aunque la costumbre casi diluya el simulacro, no es más que el reverso de tal artilugio; un andamiaje más o menos eficiente que soporta el peso del agua, que lo suspende en el aire. Los envigados triangulados no pueden más que hacer visible esa contradicción legislativa, acaso por vergüenza se ocultan por encima de unos cielos entablados y luego empapelados y pintados ingrávidos. Por dentro esos entramados de madera sujetan los cielos falsos con sus tirantes horizontales y por fuera los planos diagonales perfilan la silueta de sus dos fachadas frontales. Esta tradición es inapelable porque está enquistada en la memoria. La casa portuguesa tiene una silueta funcional que, al igual que cualquier casa, luego se construye con maderas, con ladrillos o con piedras. Asumiendo que la arquitectura portuguesa no ha podido (o no ha querido) escapar de esa tradición, al menos según lo que los críticos del mundo quieren ver en ella, su condición radical es la confirmación del modelo arquetípico, de aquella figura tan básica, tan inmemorial y arcaica, que siempre termina por superar la especificidad del contexto. Esta parece ser la paradoja del reconocido contextualismo portugués: las formas de la arquitectura son modestas por necesidad. En su carácter sereno, discreto y antimonumental descansa esa sensación familiar y a la vez genérica, universal pero específica. Los grandes héroes de la arquitectura portuguesa han sabido mirar esa facilidad, medio ignorante y medio docta, de las construcciones populares. Por eso no sirve tanto mirar lo que estos maestros han hecho sino aquello que han visto, como diría otro maestro mexicano. Es en este nudo disciplinar donde pareciera asentarse la obra de Ricardo y Joana; en una producción que busca que las cosas sean lo que siempre han sido pero que duda al hacerlo, que hace colapsar los prejuicios de la propia tradición. Aunque cada caso resuma el conflicto, es en la reconversión hotelera de unos antiguos almacenes agrícolas en Provesende, al este de Porto, donde el problema es literal. La pieza central es un espacio reversible: es el exterior de un exterior. Una habitación arquetípica que no sólo ha sido vaciada de su capacidad de contención, sino que ha sido llenada con agua, con césped y con un árbol. La función del techo es una presencia invisible. La ruina se contradice con un estanque que la corta transversalmente. El paso de la calle a la habitación es una puerta casi sin espesor y apenas desplazada del eje central de la cubierta imaginaria. Los andamiajes de la arquitectura no son suficientes para sostener un cielo abierto. Mucho menos para justificar el paso de un espejo sin fondo. Los muros son pesados porque soportan su propio peso, porque la memoria es frágil y las ilusiones se hunden en sus reflejos turquesa. Para entrar a este exterior hay que subir cinco gradas, detenerse y abrir una reja. Para salir al interior parece mejor guardar silencio, el cuerpo sigue mojado, algo ebrio, sigue cansado.