LIGA 09: Eduardo Castillo (Chile). Sonido Opaco
Fotografía: Ramiro Chaves
Popularmente, la expresión que ha definido lo que se conoce en Chile como buena arquitectura, remite a la idea de una construcción pesada. “Sólida”, al decir de cualquier vecino o, mejor aún: “de material”. Resabio de las precarias economías agrarias sobre las que se cimentó la nación en el s. XIX –esas que reservaron varas y maderos para pesebreras, gallineros y ranchos– y de seguro vinculado a la amenaza de recurrentes terremotos, el arraigado aprecio a la solidez produjo un consistente desarrollo de modelos constructivos, cuyo peso comunicaba a la vez la idea de permanencia y resistencia. Con el tiempo, las dificultosas fachadas de piedra y muros de adobe dieron paso naturalmente al ladrillo y al hormigón armado.
Así como las fachadas pétreas de las modestas casonas de la colonia chilena eran apenas máscaras que ocultaban tras de sí un sistema de muros de barro –imposible costear un cuerpo completo de piedra–, los muros y losas de concreto que hoy relucen en Internet, a su manera, también enmascaran la realidad temporal de palos, alambres y tablones que los apuntalaron. La pesada existencia de los hormigones es posible gracias a las tupidas estructuras de sus encofrados, esos que, durante la modernidad, fueron casi siempre construidos a partir de filigranas de madera.
Los encofrados para hormigón, que en Chile llamamos “moldajes” –en rigor, construcciones para moldear algo que aún no tiene forma–, comparten la precisión y economía de las estructuras reticuladas industriales. Como ellas, también están sometidas a grandes esfuerzos que su aparente fragilidad logra salvar. Contrariamente a ellas, su existencia es, por definición, breve y está determinada por la tensión entre una piedra en fragüe y los maderos que la sostienen, solo hasta que termine su ejecución.
El moldaje tiene la cualidad de un rayado, un dibujo a la rápida. Mientras se va construyendo, se piensa ya en su retiro y en cómo se va a desmontar, pieza por pieza. Apenas son la trastienda de otra solidez, de otra materialidad. No es purista, es apropiado: resiste los embates de la ejecución en obra y sus parches, cuñas, puntales e imperfecciones. Tampoco es necesariamente sistemático, como el andamio, ni aspira a ser profesional. El moldaje está en el campo de los oficios, y entiende cómo acomodarse a las circunstancias y a cada caso.
Ese mundo concreto de trastiendas y bambalinas constructivas pareciera alimentar la obra de Eduardo Castillo, levantada casi siempre con los mismos recursos que los moldajes de un maestro. Cercana a las maneras de corrales, galpones y gallineros pobres del sur de América y a las estructuras de un puente o un silo –exacta y ajustada–, se levanta tan ligera como preparada para resistir el peso de la vida y de las correcciones que llegan con los años. Un peso, quizás, más demandante que ese de las piedras que construirían la deseada “arquitectura de material” añorada en las esquinas de Chile.